domingo, 12 de mayo de 2013

LA ROPA


La semana pasada consumé el cambio de estación. Tras dos días con temperaturas superiores a los 25 grados, decidí que había llegado el momento de guardar los jerséis y los abrigos. Es la hora del color, de la levedad, la hora de las sandalias y de las camisetas. Pero esta operación inevitable implica tomar una serie de decisiones esenciales. En los armarios el espacio es siempre el mismo mientras que la ropa, con los años, aumenta de modo exponencial. Mi abuela hacía punto con destreza, mi madre era una virtuosa del bordado y yo nací en pleno invierno: recibir suéteres y bufandas por mi cumpleaños fue un ritual que se prolongó durante décadas. Seguramente tengo más de los que necesito. Pero cuando los veo allí, apilados en sus bolsas de plástico, no logro hacer ninguna criba. Cada uno de esos jerséis tiene su propia historia, que a su vez es parte de la mía.

Ahora que la crisis ha echado el freno a la idolatría de los objetos y a la obligación de atesorar a toda costa un montón de posesiones totalmente superfluas, quizá haya llegado el momento de reflexionar sobre el verdadero valor de las cosas. Recuerdo que mi abuela, nacida a principios del siglo pasado, hacía acopio de todo tipo de gomas elásticas, alfileres, cintas, botones, sin tirar nada a la basura. ¡Y eso por no hablar de la comida! No se desperdiciaban ni las sobras. Las cosas se respetaban y se conservaban porque eran útiles. En un mundo que se ahoga entre lo inútil y lo efímero, es fácil dar tumbos de un lado a otro, de la infelicidad por no lograr tener todo lo que se nos ofrece hasta, en el extremo contrario, el desprecio por todo lo material.

Dado que ambas posturas están muy alejadas de mi forma de ser, hace tiempo que elegí una tercera opción, que podríamos llamar “la vía del agradecimiento”. Doy las gracias a mis suéteres, porque cada uno de ellos me habla de quien me lo regaló, de la oveja que aportó la lana, de las personas que trabajaron para teñirla, de los muchos inviernos en los que me resguardó del frío. Albergo el mismo sentimiento con mi coche. Lleva 10 años funcionando perfectamente y espero que lo siga haciendo al menos otros 10. Cambiaré de coche solo cuando me vea obligada a hacerlo (es decir, cuando ya no arranque más) y será, en todo caso, un momento doloroso.

Amar las cosas nos evita acumularlas por una simple cuestión de bulimia y vacío interior. Nos impide derrochar tirando objetos que son aún perfectamente útiles. Nos disuade de agotar los recursos naturales y de aumentar la cantidad de residuos reciclados. Hay que respetar las cosas por su historia, por la energía y el esfuerzo que se han invertido en su elaboración y por el papel que desempeñan en nuestra propia vida. Desde la cafetera de la mañana hasta la cama que nos acoge por la noche, nuestros días están llenos de estos humildes y amables servidores. Ser conscientes de ello (y estar, por tanto, agradecidos) nos espanta para siempre ese gran error consumista que querría lo contrario. El hombre al servicio de las cosas y no las cosas al servicio del hombre.

P. D.: Debemos estarles agradecidos a los objetos que nos han acompañado a lo largo de nuestra vida, rebelándonos contra ese dictado del consumismo que impone la norma de “usar y tirar” a todas nuestras cosas. Ellas forman parte de nuestra memoria y de nuestra historia personal.



Ayer cuando leía este artículo que os pongo de Susanna Tamaro, recordaba las tardes de invierno, en la cocina haciendo los deberes, con mi madre sentada en una silla baja, haciendo jerséis, me hacía continuamente, de todos los colores, recuerdo especialmente uno de lana de terciopelo en color amarillo, nos lo hicieron igual a mi amiga Olga y a mi, nos encantaba ir a misa y llevar el mismo jerséis, cada una hecho por su madre.

A raíz de eso me he acordado de mi vida escolar, siempre he llevado uniforme, y soy partidaria de él, en años no fáciles, muchas familias resolvían de un vez la ropa de sus hijos para el colegio.

No como ahora que tienes que preparar un montón de ropa para cada día de la semana, los días de deporte chándal, deportivas con determinada suela. De todo, y además me dí cuenta, de las grandes diferencias que se notaban en los niños.

Vivíamos en un pueblo con muchos emigrantes y cuando empezaban a llevar a sus hijos al colegio, ya sabemos lo crueles que los niños son, les decían, siempre llevas la misma ropa, porque no tienes más pantalones?, cualquier cosa que a un niño le duele y lo hace diferente, y lo que es peor lo hace sufrir.

Recuerdo a mi hija preguntándome porque fulanita siempre llevaba la misma ropa, si su mamá no se la lavaba, le expliqué que su mamá, la lavaba por la noche y la secaba al calor de una estufa de leña por eso la ropa de esa niña olía diferente y eso hacía que los demás se rieran de ella, mi hija nunca lo hizo si no que la defendía ante los demás.

Otro momento en el que me dí cuenta fue cuando llegaron los Carnavales, muy arraigados en el lugar donde vivíamos, allí había muchas diferencias, entre el super modelo de unos grandes almacenes, caros y el que su madre le había apañado cualquier cosa. Nuevas risas, nuevos rechazos...

Ese año yo estuve en la Junta del Colegio y propuse que se hicieran los disfraces en el colegio, con cualquier cosa, y simplemente pintados, pero TODOS iguales. Luego cuando la fiesta era en el teatro del colegio que cada familia hiciera lo que pudiera o quisiera pero en el colegio no podíamos fomentar tantas diferencias.

Ese año, los padres, algunos, pocos, como siempre, preparamos con bolsas de basura negras, disfraces de payasos, para todos, pegamos cartulinas de colores e hicimos los gorros con las mismas cartulinas, nos disfrazamos varios padres y profesores para cuidar de ellos, con bolsas de basura grandes y los pequeños con las pequeñas. Fue muy divertido y muy bueno para todos ellos, no había diferencias, todos iban igual.
Yo sé que una niña, en concreto ese año fue muy feliz, porque no se burlaron de ella, lo sé porque su madre me lo dijo.

Recuerdo cuando en mi colegio la única diferencia era si llevabas una diadema o un lazo, de color azul marino por supuesto, y que querías ser de las “mayores” para poder llevar calcetines cortos en vez de largos, como llevábamos las pequeñas.

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